06 marzo 2024

Un poema viene a verme: "Aún hay calles que existen..."

Ernestina de Champourcín nació en Vitoria en el año 1905 y falleció en Madrid en 1999.

Criada en el seno de una familia de corte aristocrático y conservador, recibió una educación esmerada. A sus diez años se trasladó junto con sus hermanos y padres a Madrid. Allí cursó los estudios hasta Bachillerato. Sin embargo, sus deseos de ir a la Universidad se vieron interrumpidos por la oposición de su padre, a pesar de que su madre se ofreció para acompañarla a clases, como era norma para las alumnas menores de edad en la época.

En 1926 fue fundado el Lyceum Club femenino, encabezado por María de Maeztu y Concha Méndez. Este proyecto interesó a Ernestina y se involucró en él, especialmente en los aspectos literarios.

Fue en ese mismo año cuando publicó su primer libro de poemas, En silencio. A partir de 1927 comienza a colaborar con artículos de crítica literaria en el Heraldo de Madrid y La Época las revistas literarias del momento.

A través de Zenobia y Juan Ramón Jiménez, amigos de la familia, empezó a tener contacto con otras escritoras y escritores de su época. De esta manera se inició una gran amistad con Carmen Conde, quien sería la primera mujer en formar parte de la RAE, así como con otras mujeres de la nómina de las Sinsombrero y escritores de la Generación del 27.

En 1930 conoce en el Lyceum a Juan José Domenchina, también poeta y en aquel momento secretario personal de Manuel Azaña. La pareja contraerá matrimonio en noviembre de 1936.

Durante estos años publica Ahora, 1928, La voz en el viento, 1931, y Cántico inútil, 1936, todos ellos poemarios y la novela La casa de enfrente, 1936.

A pesar de la calidad de sus obras y del hecho de que en la época su carrera literaria era ya ampliamente conocida en la capital, esta se vio interrumpida, como en otros muchos casos, por los acontecimientos históricos. La Guerra Civil provocó que tanto ella como su marido, Juan José Domenchina, tuvieran que exiliarse primero a Francia, y, más tarde, en 1939 a México.

Allí publicó para revistas como Romance y Rueca y vieron la luz numerosas obras como Presencia a oscuras, 1952, Cárcel de los sentidos, 1960, y Poemas del ser y del estar, 1972.

El matrimonio no tuvo hijos y Domenchina, ya enfermo, se vio afectado por una profunda depresión a raíz del exilio, falleciendo finalmente en 1959.

En 1972, tras casi cuarenta años de exilio, la poeta regresa a Madrid, donde ya nadie la recuerda. Esta vuelta no resultó fácil, abriendo en su vida una etapa conocida como “segundo exilio”. Este hecho durante los últimos años de su vida hizo surgir en ella sentimientos que reflejó en obras como La pared transparente, 1984, Huyeron todas las islas, 1988, y Del vacío y sus dones, 1993.

Falleció sola en Madrid en el año 1999 a los noventa y cuatro años de edad.

Ernestina de Champourcín en una foto de juventud.

En este poema Ernestina honra, mediante la perspectiva de un camino recorrido, la propia vida, los lugares que nunca han de desaparecer.

Son espacios comunes, recordados, pero también resultan, al mismo tiempo, espacios de memoria e intimidad.

Tras volver del exilio, la poeta recorre con la palabra el Madrid de sus recuerdos, una realidad que no habrá de volver sino a través de la emoción y la memoria.

Me emociona pensar en una Ernestina ya cerca del final legándonos su testimonio y sus vivencias mediante la poesía:

De nosotros, de todos no puede irse nadie:
ni siquiera una calle con el nombre cambiado
que vive en el desván tenaz de la memoria.

Ahora son nuestros sus versos, y, gracias a los mismos, su identidad y su obra, así como las del resto de las Sinsombrero, siguen vivas.

Cora

 


Aún hay calles que existen, que no se han ido nunca
con sus huellas calientes y su eco soñado;
aceras donde el roce de nuestros pies despiertan
sensaciones, memorias y gestos revividos.

Callejones de antes que ahora son avenidas
pero guardan debajo del asfalto reciente
palabras verdaderas que nunca se apagaron.

Aquellos jardinillos dividiendo calzadas,
los bancos del silencio apasionado y hondo,
y ese Greco que un día sonrió frente a un beso.

Hicieron que se iban pero ya regresaron
al regresar nosotros
y la ciudad interior se va reconstruyendo
en nuestra intimidad ya casi recobrada.

No mueren esas cosas mientras las acunamos
con el dulce vaivén sabroso del recuerdo.

Hoy fue la acacia vieja con su “pan y quesillo”,
mañana el barquillero de vieja picardía.

Las “calles que se fueron” nos llevan lentamente
a paisajes cuajados en su intacta belleza.
“De aquí no se va nadie” como León decía
y yo repito ahora con acento más tierno.

De nosotros, de todos no puede irse nadie:
ni siquiera una calle con el nombre cambiado
que vive en el desván tenaz de la memoria.

3 comentarios:

  1. Preciosa y necesaria entrada. Muchas gracias.

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  2. El poema refleja perfectamente el dolor del exilio. Fuera de España, fueron desterrados que añoraban siempre "la arboleda perdida" y aquí, cuando volvieron, nadie los recordaba y tuvieron que buscar en la memoria y rescatar sus imágenes congeladas. La realidad ya era otra que no coincidía con sus recuerdos.

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  3. No se cita un libro-para mí fundamental- de Ernestina de Champourcín: La ardilla y la rosa(Juan Ramón en mi memoria).

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